Firmas


Por una cultura de la vida

(La Iglesia ante el aborto)  

Es un lugar común de la cultura contemporánea el considerar que la posición moral contraria al aborto es “conservadora”, mientras que la que defiende su legitimidad como un derecho de la madre a decidir sobre la posibilidad de interrumpir el embarazo o llevarlo a término es “progresista”. La Iglesia cristiana se opone al aborto y lo condena como un crimen, por lo que, en este punto al menos, es considerada como una institución conservadora y opuesta al progreso de la humanidad. Pero una opinión, no por estar muy extendida, es verdadera, y puede ocultar bajo sí toda una serie de autoengaños que impiden mirar la verdadera naturaleza de las cosas. En este breve artículo queremos presentar la posición de la Iglesia sobre el aborto como una defensa explícita de una cultura de la vida, la única capaz de garantizar el futuro de la humanidad en coherencia con la dignidad del hombre y, por tanto, un futuro de verdadero progreso no sólo material sino también moral.

En el momento de la aparición histórica del cristianismo el aborto (e incluso el infanticidio) era una práctica habitual entre griegos y romanos. El naciente cristianismo que, desde sus inicios se mostró abierto a todos los elementos positivos de estas ricas culturas (como la filosofía y el derecho), se opuso sin embargo decididamente contra esas prácticas. La Didaché (V, 2) afirma “No matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido”. El escritor griego Atenágoras recuerda que los cristianos consideran como homicidas a las mujeres que recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la madre, son ya “objeto de la Providencia de Dios”. Y entre los latinos Tertuliano afirma “Es un homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquel que lo será”.

El hecho de que el naciente cristianismo realice una clara selección de lo aceptable y lo inaceptable de la cultura helenista en la que se difunde significa, por una lado, que su actitud ante esa cultura es una actitud abierta y receptiva; y, en segundo lugar, que, sin embargo, dispone de un criterio interno de selección que le lleva a rechazar lo que es incompatible con su fe en el Dios de Jesucristo. Ese criterio de selección se encuentra en esa misma fe en el Dios de la vida, que hunde sus raíces en el Antiguo Testamento.

La cultura hebrea, en cuyo seno nace el cristianismo, profesa un profundo optimismo ontológico y antropológico. Las afirmaciones de prestigiosos filósofos, como Hegel, que ven en el judaísmo y en el cristianismo expresiones de la “conciencia infeliz”, responden sencillamente a una visión deformada y parcial de la fe bíblica. A diferencia de la cultura griega, para la que la materia es el principio del mal, la mentalidad bíblica afirma la bondad intrínseca de todo lo creado: “vio Dios lo que había hecho y era bueno” repite como un estribillo el primer relato de la creación del mundo (Gn 1,10. 25). La bondad intrínseca del mundo material alcanza su cima con la creación del hombre, varón y mujer, que hace que el mundo creado no sea sólo bueno, sino “muy bueno” (Gn 1, 31).

La extrema bondad del mundo gracias a la presencia del ser humano se explica porque el hombre no es sólo una criatura más perfecta, sino que está investida de la dignidad de imagen y semejanza de Dios. Esto significa que el hombre participa como criatura del poder creador de Dios y, en cierto modo, continua su tarea cuando Dios le confía el mundo (cf. Gn 1,28-30) y puede descansar. El hombre libre recibe un encargo que le hace responsable del mundo, que debe dominar y desarrollar según el plan de Dios, presente en la conciencia humana. Esa responsabilidad se extiende de manera especial a los otros seres humanos, con los que no establece relaciones de dominio, sino de igualdad, de diálogo y de amor interpersonal. Por el reconocimiento mutuo de la común dignidad humana (“Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”, Gn 2,23) el ser humano se hace responsable de su prójimo ante el mismo Dios (cf. Gn 9,5).

El pecado consiste en pretender ocupar el puesto de Dios, decidir soberanamente sobre el bien y el mal (cf. Gn 3,5). Pero esto supone una grave distorsión de la dignidad humana, que experimenta su debilidad (su desnudez) como criatura cuando se separa del Dios que le da la vida, y que transforma su responsabilidad hacia el mundo en dominio despótico y que le hace perder la sensibilidad sobre su responsabilidad respecto de su prójimo. De ahí que el hombre se considere con poder para disponer de la vida del otro y desligarse de cualquier responsabilidad sobre él. Ese es el significado dramático de las palabras de Caín cuando se le piden cuentas de su hermano Abel: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9).

Toda la revelación veterotestamentaria testimonia que Dios de manera pedagógica y paciente recompone sus vínculos con el hombre y, al hacerlo, recompone los vínculos interhumanos. El respeto del prójimo y, más aún, la solicitud positiva por él son expresión de la verdadera religiosidad. La relación con Dios pasa necesariamente por la relación con el prójimo, especialmente con el débil, el pobre y el necesitado. El hecho de que no se encuentren en el AT condenas explícitas del aborto como forma de atentar contra el prójimo, se entiende porque sencillamente en la mentalidad religiosa de Israel la prole era una bendición de Dios y deshacerse de ella, incluso antes de su nacimiento, estaba absolutamente fuera de su pensamiento. Por el contrario, numerosos textos veterotestamentarios indican que para la mentalidad judía el designio de Dios sobre el hombre se extiende ya al momento de su gestación en el seno materno (cf. Is 46,3; Jer 1,5; Job 10,8-12; 2Mac 7,22-23; Sal 22,10-11; 71,6; 139,13-14).

El AT es un largo camino de manifestación de Dios que culmina en la plena revelación en Jesucristo, el Verbo Encarnado. En Él se descubre plenamente que en cada hombre existe un principio divino, que se manifiesta en la condición personal, y que la relación con Dios pasa necesariamente por la relación con el prójimo. Los mandamientos del amor a Dios y al prójimo son semejantes por la semejanza del hombre con Dios (cf. Mt 22,38-39). No se puede amar al Dios invisible si no se ama a su imagen visible que es el hombre (cf. 1Jn 4,20). Las nuevas exigencias evangélicas superan la ética del respeto de la regla de oro: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan” (Tob 4,15); y llaman a una solicitud activa y positiva por el prójimo: “Todo lo que queráis que os hagan los hombres hacédselo también vosotros” (Mt 7,12). Y todo lo que se hace al prójimo, especialmente a los necesitados, se hace al mismo Cristo (cf. Mt 25,40).

Como se ve, el optimismo antropológico no queda anulado por la evidencia del pecado, sino que se prolonga y fortalece con el desarrollo de la revelación de Dios que culmina en Jesucristo. Este optimismo judeocristiano ha tenido una influencia decisiva en el desarrollo de la cultura europea y mundial que se concreta en la comprensión del ser humano como persona, investida de una dignidad absoluta e inalienable, y que es la base ética que ha hecho posible la aparición histórica de los derechos humanos, centro de la actual conciencia moral de la humanidad. Como se ve, esta conciencia moral, hoy muy extendida y reflejada en múltiples legislaciones nacionales e internacionales, sería históricamente incomprensible sin la fe en un Dios creador y que está siempre a favor de la vida.

La exigencia de respeto y solicitud activa hacia el prójimo, imagen de Dios y de Cristo, se extiende también al nonato, pues existe la convicción de que la persona humana está presente en el proceso de la vida humana desde el mismo momento de la fecundación. Como expresa el documento Donum Vitae de la Congregación para la Doctrina de la fe “El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida”. Si el ser humano es responsable del otro, cuanto más de aquel que depende totalmente de él, como es el hijo, y más aún cuando se encuentra en situación de total indefensión y dependencia en el seno materno. La responsabilidad hacia el otro, que exige preocuparse activamente de él, tanto más prohíbe absolutamente atentar contra su vida. Se trataría de un caso extremadamente perverso de infracción del precepto “no matarás”, que si puede admitir alguna excepción en el caso de legítima defensa, no permite absolutamente ninguna excepción en el caso de la vida de un inocente.

Con la extensión del cristianismo se extiende también la mentalidad antiabortista. El cristianismo prohíbe absolutamente el aborto provocado y esta prohibición ética se refleja además en las legislaciones civiles, de modo que se persigue con diversas penas por considerarse un crimen inaceptable. En el caso de la Iglesia (hablamos ahora de la Iglesia católica, aunque se podría hablar en paralelo también de la Iglesia ortodoxa que comparte esta convicción) el aborto ha estado sometido desde los orígenes históricos a sanciones penales especialmente graves, como la excomunión. El actual derecho canónico de la Iglesia católica establece que “quien procura el aborto, si este se produce, incurre en excomunión latae sententiae” (can. 1398; can. 1450,2 del Código de los cánones de las Iglesias orientales), es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido.

Sin embargo, en los últimos decenios, como efecto del proceso de secularización de la cultura, que ha llegado al extremo de romper con las bases cristianas que lo hacen posible, el casi universal consenso sobre la maldad del aborto ha cambiado tan radicalmente que se ha producido casi una total inversión de los términos. Pionera de esta inversión fue la Unión Soviética, que permitió el aborto desde los años 20. En los años 30 también varios países escandinavos aceptaron legislaciones permisivas con el aborto. Posteriormente, tras la Segunda Guerra Mundial, los países del Este de Europa bajo dominación soviética y también Japón. A partir de los años sesenta se va permitiendo el aborto provocado, con diversas restricciones, en prácticamente todos los países del mundo occidental.

Normalmente, los argumentos favorables al aborto provocado suelen comenzar con casos dramáticos de conflicto entre la vida de la madre y la del niño. Pero después se van añadiendo otros casos menos dramáticos, como riesgos genéricos de la salud física o psíquica de la madre, la situación socioeconómica de la familia, y razones eugenésicas, como la posible invalidez física o psíquica del feto. Los casos que justificarían la legalidad, incluso la moralidad del aborto, se van ampliando hasta el punto de que cualquier motivo de inconveniencia (por ejemplo, razones de estudio) es suficiente para acabar con la vida del nonato. En último término, se acaba afirmando que es la exclusiva voluntad de los padres, incluso sólo de la madre, la que tiene absoluta potestad para decidir sobre continuar el embarazo o interrumpirlo. Resulta que, al final, lo que se empezaba presentando como una solución extrema para casos más o menos dramáticos, se afirma como un derecho fundamental de la persona, que no sólo debe ser disculpado, sino que debe ser tutelado por la legislación y sufragado por medios públicos. La enorme paradoja es que la base moral en la que se apoyan quienes consideran el aborto un derecho de la persona es la misma que antes lo prohibía absolutamente por ser el derecho a la vida del nonato, es decir, de una persona inocente, un derecho fundamental que se impone sobre todos los demás posibles derechos.

Es notable que la mentalidad pro abortista suele concentrar toda su atención en la situación de la madre y hace todo lo posible por evitar cualquier consideración sobre la vida humana que se encuentra en el seno materno. Por eso, por ejemplo, no suele hablarse de “aborto”, sino que se encubre la realidad con expresiones más suaves, como la “interrupción voluntaria del embarazo”. Una “interrupción” no suena tan fuerte como una “supresión” de una vida humana. Y si es “voluntaria” se añade un matiz positivo, por el culto que nuestra cultura rinde a la libertad individual. La única excepción es la del aborto eugenésico, en el que se pretende hacerle el extraño “favor” al nonato de ahorrarle los sufrimientos de la invalidez simplemente suprimiéndolo.

En esta situación, especialmente en el mundo desarrollado, prácticamente sólo la Iglesia alza su voz contra esta mentalidad, contra esta “cultura de la muerte” más o menos encubierta y, en nombre de los que no tienen voz, llama a construir una cultura de la vida. Esta voz de los cristianos es armónica con el compromiso de la Iglesia en muchas otras causas en favor del hombre: contra la pobreza y a favor de la justicia social, contra la guerra y la eutanasia, en favor de la familia, etc. La Iglesia insiste en la especial gravedad de la mentalidad abortista, en primer lugar por tratarse de un caso especialmente grave de eliminación de la vida de un inocente: “La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura”. ( Evangelium Vitae, 58).

Pero, además, la Iglesia habla con especial fuerza porque en el caso del aborto nos hallamos no sólo ante un caso de conducta reprobable, sino ante un problema de mentalidad generalizada: se trata de un gravísimo quebranto de la conciencia moral y de la responsabilidad hacia la criatura indefensa, de una falta casi total de sensibilidad ante el valor de la vida humana y su dignidad, que, en otros casos, como la pena de muerte, la guerra o la tortura, tan desarrollada se encuentra. En el caso del aborto, a lo que es un crimen, se lo llama un derecho, es decir, se considera un bien y un progreso lo que es un mal y un regreso a la barbarie. Parece cumplirse en esta situación la dramática denuncia del profeta Isaías: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad” (Is 5,20).

La Iglesia, apelando a la dignidad inalienable de todo hombre, que incluye la vida del todavía no nacido, afirma que no hay ningún caso que pueda justificar la práctica del aborto. Las razones económicas, demográficas o de conveniencia de cualquier tipo (como la salud física o psíquica de la madre) no son aceptables, pues infringen la jerarquía de valores, que exige sacrificar los valores inferiores a los superiores. Ninguna razón demográfica, económica o de conveniencia individual, por muy legítimas que sean en sí mismas, puede defenderse al precio de la eliminación de un valor incomparablemente más elevado, la vida humana, que los representados por esas razones. Aquí la Iglesia exige un orden económico y mundial justo, que incluye una justa redistribución de la riqueza. Por otro lado, es paradójico que el aborto se extiende en países en los que la natalidad es bajísima, mientras que no consigue imponerse, pese a brutales campañas pro abortistas de coacción por parte de los económicamente poderosos, entre los países pobres. En estos países más pobres, en los que no existe ningún tipo de seguridad social, el único bien y la única garantía de supervivencia en la vejez, son los propios hijos. No se olvide que la palabra “proletario” designa originariamente a los que disponen como único bien de la propia prole.

En casos más dramáticos, como el de violación de la madre, la Iglesia sostiene que no se puede remediar una injusticia con otra mayor, como es la eliminación de quien no tiene culpa alguna de la situación y en modo alguno puede ser considerado “injusto agresor” (una afirmación que contradice todos los principios de la moral común y de los derechos humanos, base de la legislación civil y penal). Las razones “eugenésicas” son especialmente perversas, pues esconden el que los minusválidos no son personas dignas de vivir y pueden, por tanto, ser suprimidos en el seno materno. Si esta mentalidad fuera consecuente hasta el final debería pedir también la supresión de los minusválidos ya nacidos.

Por fin, en el caso de conflicto entre la vida de la madre y del niño hay que decir, en primer lugar, que estos conflictos, gracias a los avances de la medicina, son muy raros y no justifican una legislación ampliamente abortista como la que existe en tantos países. Y, en segundo lugar, siguiendo un principio ético de sentido común, la Iglesia afirma que la legítima defensa de la propia vida, si en ocasiones puede llegar a la eliminación de quien la amenaza directamente, no consiente en ningún caso la supresión de un inocente. No se puede “utilizar” la vida de una persona inocente para salvar la propia. Desde el punto de vista cristiano se refuerza este argumento con el deber de dar la vida por los demás, tanto más por el propio hijo. Sin embargo, la Iglesia admite lo que se llama el “aborto terapéutico”, en que se aplica el principio ético de doble efecto: en ningún caso puede provocarse de manera directa o indirecta la muerte del feto, pero es posible una intervención terapéutica, que provoca como un efecto no deseado y no buscado la muerte de aquél.

La Iglesia reconoce que, en ocasiones, la persona se encuentra en situaciones difíciles que hacen de la opción del aborto algo dramático y doloroso. Por eso ofrece su ayuda a quien se encuentra en esas situaciones, y ofrece el perdón a quien ya ha realizado el aborto. Pero no por ello justifica ni el acto mismo ni la mentalidad que lo sustenta.

La Iglesia afirma que los principios éticos en los que se basa no son exclusivos de la fe cristiana, sino que son accesibles a la razón moral común de la humanidad. El hecho de que múltiples culturas y religiones no cristianas comparten esta misma visión del problema es un buen testimonio de ello. Sin embargo, no pocos dicen que la afirmación de que la persona humana existe desde el momento de la concepción no es una evidencia científica o filosófica, sino una convicción religiosa que no puede imponerse a todos: no sería claro que antes de determinado estadio de desarrollo del embrión su eliminación significa la destrucción de una persona humana sujeta de derechos. Es evidente que la ciencia no puede establecer el momento de la presencia del ser personal, pues la persona no es un dato científico, sino filosófico y moral. Pero también es evidente que desde el momento de la fecundación comienza un proceso de vida que sólo puede considerarse “vida humana” y, por tanto, sustento biológico de la persona. La genética moderna muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa genético completo de lo que será ese viviente. Y si, pese a todo, se insiste en que existen dudas razonables sobre la presencia de una realidad personal en determinado estadio de desarrollo del embrión, precisamente la duda razonable es un argumento ético de la razón natural en contra del aborto: cuando está en juego algo tan importante como la vida humana, basta la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a destruir un embrión humano.

En conclusión: la Iglesia con su doctrina moral sobre el aborto no representa una posición contraria al progreso y la libertad humana, sino que, al contrario, afirma la libertad responsable del hombre y sus deberes para con los demás. No sólo no contradice los derechos fundamentales de la persona, sino que los afirma con coherencia y les da un sustento firme. La Iglesia, además, al denunciar la mentalidad abortista, realiza un verdadero servicio a la humanidad y a la sociedad, pues una sociedad insensible o ciega a sus deberes para con sus miembros más débiles y que se considera con el derecho de eliminarlos como si se tratara de mero material biológico, es una sociedad que se encamina a su propia destrucción. La denuncia del aborto y la defensa de una cultura de la vida es una apelación a la conciencia moral de la humanidad a recuperar la lucidez en uno de sus puntos más sensibles y la coherencia con otras convicciones comunes sobre la dignidad del hombre y sus derechos inalienables.

Es una gran desgracia cultural que casi sólo la Iglesia alce su voz en este grave problema, pese a que muchos quieren acallarla acusándola de conservadora y opuesta al progreso. Sin embargo, la fidelidad a su misión de anunciar la Buena Noticia del Dios de Jesucristo, el Dios amigo de la vida y de los hombres, le exige tomar esta postura que, es posible, la humanidad del futuro le agradecerá.

José M. Vegas

San Petersburgo, marzo 2003

 

 


 

Quiénes somos | Aviso Legal | Contacto | ©2008 Plataforma por la Vida y la Mujer